miércoles, 31 de diciembre de 2008

Cambios por la crisis


Leía hoy en la prensa que, según un sondeo auspiciado por el CIS, un 80% de los españoles estaría ahora a favor de introducir cambios en la política inmigratoria. Las nuevas circunstancias económicas del estado así lo exigen, dicen. Lo que en años atrás no dejaba de ser un problema menor en el ámbito sociológico y/o cultural, ahora con la crisis se habría convertido además en una traba para el desarrollo económico de los ciudadanos españoles.

Decía también la noticia que, según este mismo estudio demoscópico, casi la mitad de los españoles (45%) piensa que la crisis afectará por igual a nacionales que a extranjeros. Salvo, claro está, que a los españoles nadie querrá expulsarlos del territorio. En cambio, poco más de otro tercio (36%) apunta más hacia la idea de que serán los extranjeros quienes con más dureza tengan que afrontar las consecuencias de la recesión económica. Aún así no se tiene compasión con ellos: es necesario endurecer la política inmigratoria. ¡Que llueva sobre mojado!

Y digo endurecer porque, aunque no se precisa en la encuesta, ya se podrán imaginar ustedes de qué tipo de cambios estamos hablando. Diferentes instituciones públicas ya se han encargado de dejar claro cuál debe ser el “nuevo” camino a seguir. Con la aprobación de la Directiva del retorno, Consejo y parlamento europeo sentaban las bases de lo que ha de ser la política común en materia de inmigración para los próximos años: Criminalización del sin papeles, libertad para el secuestro de estado y expulsión irrevocable del territorio de todo aquel extranjero que no sea de alguna utilidad política o económica. En fechas recientes el gobierno de ZP se sumaba a la orgía: modificación de la ley de extranjería (en connivencia con el PP) para poner fin a las reagrupaciones familiares en cadena, endurecer las sanciones administrativas a los ilegales y potenciar las expulsiones.

La percepción general, aquella con la que los encuestados justifican la necesidad de este endurecimiento legal, nos dice que en la situación actual los inmigrantes estarían, mediante el envío de remesas, beneficiando más a sus países de origen (45%) que a la propia España (27%) o a ambos países por igual (28%), mientras que lo que se debería hacer es beneficiar siempre en primer lugar a España (67%). De ahí la necesidad del cambio. Sin embargo, nada se dice en la noticia, a pesar de que son bien conocidas las causas financieras que han generado esta crisis, sobre la necesidad o no de otros tipos de cambios en el sistema. Para eso no hay encuestas en estas fechas.

Expulsar a los inmigrantes, cargar sobre ellos el peso de las circunstancias económicas y el endurecimiento de la ley, siempre resultará más útil para el poder establecido que incitar a la población a hacer una reflexión profunda acerca de cómo funciona el sistema económico en el que vivimos, quiénes han sido los responsables del derrumbe, por qué causas estamos metidos en esta crisis y quiénes son los que siguen, a pesar de todo, siendo los grandes beneficiados en estos tiempos convulsos. El rostro del inmigrante ha de ser transparente y público en todo momento, para que sepamos en que instante sus intereses laborales y/o económicos pueden chocar con los nuestros. En cambio, el rostro del banquero avaricioso que se ha jugado nuestros ahorros en Wall Street y los ha perdido, mejor dejarlo tras las sombras. Sus intereses son los nuestros.

Endurezcamos por tanto las políticas inmigratorias, acabemos con la libertad de movimiento para el trabajador extranjero, pero dejemos en paz, por favor, al capitalismo y su libre circular de grandes capitales desde unos paraísos fiscales a otros, su libre circular de mercancías desde unos países a otros, especialmente desde los países colonizados del Sur a los desarrollados y colonialistas del Norte. No vaya a ser que los burgueses se nos enfaden y nos despidan a todos.

Al fin y al cabo, como decía Nietzsche en su Zaratustra, la chusma hace del regateo y el chalaneo con el poder una forma de vida.

martes, 30 de diciembre de 2008

Escudos humanos


En el momento en que escribo esta columna, he de suponer que, por tercer día consecutivo, las bombas siguen cayendo sobre la franja de Gaza (y algunas pocas sobre los territorios fronterizos con Israel). Según el último parte, vamos ya por casi cuatrocientos muertos y cerca de mil heridos palestinos, por dos muertos y unas pocas decenas de heridos en el bando Israelí. Por si no fuese bastante, los principales dirigentes judíos ya han anunciado que la ofensiva será larga, que el “daño al enemigo” no ha hecho más que comenzar. Además de los bombardeos aéreos, miles de soldados hebreos esperan la orden oportuna para iniciar una invasión terrestre, en lo que pretende ser un sucedáneo de lo acontecido en el Líbano durante el verano de 2006.

Entre tanto, la reacciones a los ataques se han ido sucediendo una tras otra en el mundo occidental. Desde los EEUU a Australia, pasando por cualquiera de los países europeos, los principales líderes políticos han emitido sus opiniones al respecto, todas ellas determinadas por un denominador común: Hamas es responsable de la ruptura de la tregua y, por tanto, responsable de todo cuanto pueda acontecer en la guerra. Israel simplemente se estaría limitando a hacer uso de su derecho a la legítima defensa, aunque lo esté haciendo de manera desproporcionada.

Curiosamente ninguno de estos líderes occidentales ha mencionado palabra alguna en relación a la ocupación que por tantos años ya vienen soportando los palestinos en su propia tierra. Esto no daría derecho a legítima defensa alguna para los invadidos. Tampoco se les ha oído hablar del inhumano bloqueo económico con el que Israel ha sometido a los habitantes de la franja en todo momento durante la tregua, sin bajar con ella un ápice su intensidad. Que los ciudadanos de Gaza hayan tenido que malvivir sin luz, sin medicinas, sin apenas agua y sin acceso a la ayuda internacional, tampoco daría ningún derecho para responder a estas práctica en virtud de una legítima defensa. Los palestinos deben soportar las humillaciones israelitas como buenos samaritanos e incluso poniendo la otra mejilla, mientras Israel tiene todo el derecho a aplicar su ley del Talión (multiplicada por mucho) ante cualquier mínimo atisbo de ataque palestino. Como se ve, el tema religioso está perfectamente definido en la contienda.

Que en aplicación de este sagrado derecho israelí a la legítima defensa se puedan ocasionar muertes entre los civiles palestinos, no es más que la consecuencia del uso que los milicianos de Hamas hacen de su propia población civil como si de escudos humanos se tratasen. Ayer conocíamos la noticia de que cinco hermanas (de entre 1 y 17 años) habían muerto a consecuencia de las bombas mientras se encontraban en el interior de su propia casa. Hemos de suponer que, en el momento de sus muertes, detrás de cada de una de ellas había un terrorista, aunque los cuerpos de las muchachas hayan sido encontrados sin rastro de ellos en medio de los escombros. Visto así, como escudos humanos los niños palestinos no tienen precio, podrían estar perfectamente a la altura del mejor antibalas del mundo. No sólo paran las bombas, sino que además consiguen que éstas no causen daño alguno en sus protegidos, ni aun cayéndoseles la casa encima.

La verdad, escudos humanos no sé si habrá en Palestina, pero corazones de hierro, a prueba de toda bala, de toda bomba, fríos y duros como el acero, sin sentimientos ni remordimientos de ningún tipo, sin calidad humana alguna, sin decencia ni compasión, desde luego que abundan en los palacios presidenciales de occidente. Si diéramos a cada miliciano de Hamas uno de estos corazones como escudo, serían invencibles.

lunes, 29 de diciembre de 2008

La vivienda como obra pública para reactivar la economía


En plena crisis del neoliberalismo mundial, en pleno declive de la globalización financiera, cuando se están haciendo visibles todas las consecuencias derivadas de las advertencias que por varios años llevan haciendo un número limitado de economistas críticos de izquierdas acerca de la naturaleza ficticia de la “riqueza” generada por el sistema financiero internacional y el despropósito “virtual” que ha venido rigiendo como norma en los sistemas monetarios y crediticios a todos los niveles, cuando el fundamentalismo del libre mercado parece haber comenzado su derrumbe definitivo, las viejas soluciones Keynesianas parecen volver a ocupar un lugar privilegiado entre las agendas de los diferentes gobiernos capitalistas para tratar salir de la crisis renovando la solvencia y la confianza de los diferentes actores económicos en juego (consumidores, productores y banqueros).

Como medida estrella, al igual que ocurriese durante las tres décadas que siguieron a la implantación de las políticas de la “New Deal” en EEUU, el gasto público, especialmente en infraestructura y obra pública, vuelve a ser el as en la manga que parecen tener preparado nuestros políticos para abordar el negro panorama que se les viene encima. En España, por ejemplo, el gobierno de ZP anunció recientemente un plan para dotar de 11.000 millones de euros a los ayuntamientos, con la finalidad de que sean estos quienes liciten sus propios proyectos de obra pública (rehabilitación de inmuebles, servicios municipales, apuesta por la tecnología, movilidad sostenible, eliminación de barreras arquitectónicas y seguridad vial, etc.) y puedan generar así cierto número de empleos que ayuden a “recapitalizar nuestras ciudades y pueblos”, según exponía el propio presidente del gobierno.

La cuestión que se me plantea ahora, a la vista de la situación en la que viven tantos y tantas ciudadanos/as españoles/as respecto de la vivienda, es la siguiente: ¿Por qué no invertir el gasto público que tiene proyectado el gobierno para reactivar la economía en la creación de vivienda?, ¿no puede ser la vivienda la obra pública que necesitamos para generar empleo, capitalizar a los trabajadores, aumentar el bienestar social y retomar la confianza perdida entre los diferentes actores económicos? Seguramente sí.

Crear una macro-empresa monopolística pública, encargada de desarrollar un plan de largo alcance para la construcción de vivienda en todo el territorio estatal, no creo que sea algo que pueda quedar demasiado lejos del alcance y las competencias de cualquier gobierno que se tercie, simplemente haría falta tener ganas de hacerlo. Una empresa estatal que monopolice el mercado de la construcción inmobiliaria, que acabe con la especulación que ha venido rigiendo como norma estos últimos años en tal sector mercantil, y que rebaje ostensiblemente el precio final del producto que llegue hasta los consumidores.

El coste real de producción de una vivienda (incluso con materiales de primera calidad), si dejamos a un lado el sobreprecio que hemos venido pagando por la especulación en materia de suelo que nos ha rodeado por doquier durante esta última década, podría permitir fácilmente a cualquier empresa pública generar viviendas que podrían ser vendidas a precios muy por debajo del nivel actual, y aún así facilitar la creación de puestos de trabajo, la reactivación del mercado inmobiliario e, incluso, dar un margen de beneficios al estado, unos beneficios que podrían nuevamente volver a ser reinvertidos en la creación de nuevos puestos de trabajo mediante la ejecución de nuevo gasto público con ellos. Esta sería además otra de las ventajas fundamentales de apostar por este tipo de gasto público en lugar de por la obra pública tradicional u otros modos de gasto planteados en los proyectos gubernamentales actuales.

Esto es así ya que, a diferencia de la obra pública tradicional (que una vez construida acaba con toda posibilidad de generar nuevos ingresos para el ente público, salvo en los casos muy limitados en que se pueda cobra algún tipo de precio por su uso), la producción de un bien de uso privado como es la vivienda, aún ajustándose su precio a una relación no especulativa con su coste de producción y su valor de uso, sí tiene la capacidad de generar nuevos movimientos económicos para el estado, una vez es incorporada su venta a una dinámica de mercado. Unos movimientos económicos que, como digo, podrían ser puestos nuevamente al servicio del gasto público y, por tanto, a beneficio de la ciudadanía, y no a beneficio de los intereses privados de los banqueros y constructores, como ha venido ocurriendo hasta ahora.

Tengamos en cuenta que actualmente siguen siendo millones los ciudadanos/as del estado español que tienen la urgente necesidad de adquirir una vivienda en la que poder establecerse de manera independiente. Si la demanda de este bien de uso se ha paralizado, si los stocks ya construidos no están siendo absorbidos actualmente por el mercado, es simplemente porque el abusivo precio que han alcanzado estos inmuebles en los últimos años, sumado al nivel general de endeudamiento de la población, la precariedad laboral y los bajos salarios, han hecho que la mayor parte de estos potenciales demandantes de vivienda en propiedad no pudieran hacer frente a las condiciones de comprar impuestas por el mercado (en consonancia con los bancos).Pero si las condiciones fueran otras, si el mercado inmobiliario se moviera más en los márgenes de las VPO que en las cifras del actual “mercado libre”, ¿cuántas de esas personas no estarían dispuestas a embarcarse en un proyecto de compra de un bien que les ha de servir para toda la vida? Sólo hay que ver las listas que manejan las diferentes instituciones públicas en cada sorteo de viviendas VPO para comprender si estoy o no en lo cierto.

O, dicho de otra manera, si la iniciativa privada ha resultado ser un desastre de envergadura en su gestión del mercado inmobiliario y, con ello, se ha conducido, después de algunos años de aparente y fraudulenta bonanza, al conjunto de la economía a un cataclismo anunciado, ¿por qué no confiar en la iniciativa pública como único gestor de éste mercado y en las propias capacidades del mercado en sí, regulado de manera pública, para regenerar la economía productiva y devolver la demanda, y con ello el empleo, a los niveles que la propia capacidad de absorción por parte de los consumidores permita –que seguro que no es poca-?

Eso sí, de afrontar esta perspectiva probablemente nos encontraríamos casi con toda seguridad ante dos problemas fundamentales: la propiedad del suelo y la concesión de los créditos necesarios para que los consumidores puedan hacer frente a la adquisición de sus viviendas.

En el primer caso, el problema no debería ser demasiado grave, en tanto y cuanto gran parte del suelo no construido existente está en manos de las instituciones públicas. Además, caso de no estarlo, el gobierno, en virtud de los intereses generales del estado que vienen recogidos en la propia constitución española, podría recurrir perfectamente a la expropiación, previo pago de un precio razonable o aun sin él, de aquel suelo en manos privadas que pudiera servir para la construcción de viviendas, al encontrarse en puntos estratégicos de los diferentes pueblos y ciudades.

En el segundo caso, a la vista de que los bancos no están actualmente por la labor de conceder, al menos de manera momentánea, créditos de ningún tipo a los consumidores, igualmente se podría proceder a la nacionalización de la banca, bien en parte, bien en su totalidad. Si ya se le está regalando el dinero público pata que puedan mantener sus suculentos negocios aun a expensas de no dar créditos de ningún tipo ni a consumidores ni empresas, ¿por qué no directamente usar ese dinero para nacionalizarlos y así poner sus actividades al servicio del estado y del pueblo? Seria así el estado quien podría gestionar directamente los créditos concedidos a los consumidores de estos bienes, en algo que, para minimizar el riesgo asociado a un posible no devolución de los mismos por parte de los prestatarios, podría ser considerado también como inversión en gasto público, ya que el dinero serviría igualmente para fomentar la venta de los productos generados por el estado y de cuyo beneficio sería el propio estado quien se beneficiaría, como he dicho antes. Así, teniendo en cuenta que hubiese un número determinado de personas que no pudieran hacer frente al pago de la deuda contraída, que en cualquier caso nunca sería una cifra mayoritaria, las posibles perdidas generadas por esta razón podrían ser perfectamente compensadas por el beneficio generado a través de la venta de los productos inmobiliarios en el mercado. La vivienda pasaría a ser un bien de uso, financiada en primera instancia por el estado, que al mismo tiempo funcionase como una mercancía de carácter social, en tanto y cuanto sirviese también para generar beneficios a las arcas del estado, aumentado así sus capacidades para hacer frente a los diversos gastos sociales existentes.

Incluso, para empezar a poner en marcha este nuevo mercado inmobiliario de carácter público, el gobierno podría plantearse la posibilidad de expropiar a las constructoras, previo pago de parte de los costes de producción vinculados, los inmuebles que tienen en stock y que no han podido vender en el mercado a causa de los elevados precios que han venido pidiendo por ellas. Con esto se podría dar el primer y necesario impulso a la actividad de esta nueva empresa estatal de carácter monopolístico.

Claro, que estas tres últimas medidas planteadas (expropiación de suelo, nacionalización de la banca y expropiación de vivienda no vendida), al igual que la idea en sí de acabar con la liberalización del mercado de la construcción inmobiliaria estatal, ya escaparían de los límites del Keynesianismo para entrar de lleno en el ámbito del socialismo, y eso ya es harina de otro costal a pesar de que gobierne un partido que se llame a sí mismo de tal manera. Pero el que no se vaya a hacer, al menos por este gobierno o sus alternativas actuales en la oposición, no quita que la solución pudiera ser perfectamente válida a poco que se tuviesen ganas de ponerla en práctica, anteponiendo con ello el interés general, especialmente el interés de las clases trabajadoras, al interés de banqueros, promotores, constructores y políticos corruptos varios. Aunque ya sabemos como funcionan las cosas aquí y cuales son los intereses que al final, pase lo que pase, acaban prevaleciendo y siendo protegidos por el estado, que no son precisamente, huelga decirlo, los de las clases trabajadoras.