viernes, 2 de enero de 2009
Asesinatos selectivos y memoria histórica
Las noticias del genocidio palestino siguen llegando desde Gaza. Cada días más horripilantes, si es que acaso eso fuese posible dada la gravedad de los hechos. Lo que aumenta, en realidad, no es la crueldad de las noticias, sino el grado de indignación de quienes las recibimos, hastiados ya de tanto crimen impune en medio del silencio generalizado de los principales líderes políticos occidentales. Ayer conocíamos que Israel acababa de asesinar a Nizar Rayan, destacado líder de Hamas, cuya casa había sido bombardeada por los aviones sionistas. Junto a él habrían fallecido su mujer y sus ocho hijos. Asesinato selectivo, lo llaman. Exactamente igual que hacían los nazis: seleccionaban a un judío X y lo mataban a él y toda su familia, por si acaso tan impura casta tenía expectativas de reproducirse. Eugenesia en su máxima expresión.
Pero no es sobre el genocidio palestino que quiero escribir hoy, sino en relación a otro genocidio bastante más lejano en el tiempo, pero que comparte con el sufrimiento actual del pueblo palestino el ser un genocidio negado, ocultado, silenciado, e incluso celebrado cada año que pasa por masas enfervorecidas de supuestos demócratas. Hablo, claro está, del genocidio llevado a cabo en la península ibérica en contra del pueblo andalusí.
Y ya que hemos hablado de nazis, hagamos ahora un ejercicio mental, dejémonos llevar por una ucronía futurista imaginaria:
Varsovia, 1 de septiembre del año 2300. Miles de ciudadanos se reúnen en la plaza Adolfo Hitler de la ciudad, lugar emblemático donde está situado el edificio que sirve de sede al Ayuntamiento local. El alcalde de la ciudad, en medio de un ambiente festivo y ante los vítores de los espectadores al acto (con la presencia de un buen número de nostálgicos del régimen nazi ataviados con sus camisas pardas y otros símbolos identificativos del ejército alemán de la época), lleva a cabo el tradicional gesto de ondear una bandera con la esvástica tras haber lanzado al viento una serie de proclamas de carácter filo-nazi. Se celebra, ni más ni menos, que la conmemoración de la invasión y conquista de la ciudad a manos del ejército alemán en 1939, día, por tanto, en que la ciudad pasó a integrarse como una más dentro de la nación alemana. Es sabido, que desde el mismo momento de la invasión, y en especial desde la victoria de los nazis en la segunda guerra mundial, los habitantes de Varsovia, al igual que los del resto de Polonia, fueron castigados y perseguidos, obligados a convertirse a las costumbres y la cultura alemana, so pena de ser expulsado del país o, pero aún, exterminados. Primero fueron los judíos quienes sufrieron el acoso nazi, posteriormente el resto de aquellos habitantes que no estaban dispuestos a renunciar a sus tradiciones, usos y costumbres polacas. Murieron por millones, otros fueron deportados u obligados a exiliarse, y los que quedaron fueron obligados a fingir ser alemanes de los pies a la cabeza. Llegaron también millones de colonos alemanes a probar fortuna en la ciudad que a consecuencia del genocidio había quedado bastante despoblada. Los libros de historia, y cualquier otra cosa que pudiese recordar que en aquella ciudad un día vivían libres y en paz ciudadanos polacos, fueron arrasados y destruidos para siempre. Con el tiempo, con el paso de las sucesivas generaciones, los ciudadanos de Varsovia fueron acomodándose a su nueva situación. La manipulación de la historia, las persecuciones policiales y militares, la educación de los niños en los nuevos valores alemanes y el sometimiento de todo intento por sublevarse ante la nueva identidad, harían el resto. Varsovia es ahora una ciudad alemana más, sus ciudadanos se sienten plenamente alemanes y se identifican en su gran mayoría con aquel gran estado alemán que saliese de la segunda guerra mundial y que perdura hasta nuestros días. Cierto es que los tiempos históricos no son los mismos que en los siglos XX o XXI, que con el paso de los años el régimen nazi se fue abriendo a la evolución histórica, cierto es también que muchos de sus órganos represores y sus prácticas genocidas fueron remitiendo o siendo sustituidos por otros más sutiles, que Alemania es ahora una democracia consolidada, pero eso no quita para que los trágicos sucesos del genocidio polaco, que sirvió de base para la conversión del territorio en una parte más de la nación alemana, sigan estando ahí en la historia, con sus millones de muertos, con su persecución cultural, con su violencia intrínseca. Pero a los polacos del año 2300, muy alemanes ellos, no es sólo que parezca no importarles la existencia de tal genocidio, sino que directamente honran a Adolf Hitler y celebran todos aquellos sucesos como si fuesen motivo de orgullo patrio. Con el tiempo, el invasor asesino alemán ha sido convertido por el propio pueblo polaco en el gran héroe de la historia local.
¿Estremecedor relato, no? Pues algo idéntico es lo que va a suceder hoy en la ciudad de Granada. Miles de Granadinos, a los que se han de sumar turistas y varios centenares de nostálgicos fascistas llegados desde todos los rincones de España, saldrán a las calles de la ciudad a conmemorar la toma de la ciudad por parte de los Reyes Católicos y sus ejércitos, olvidando por completo el genocidio que a partir de ahí se llevó a cabo con el pueblo andalusí, un genocidio realizado mediante las prácticas más brutales posibles: la violencia exterminadora y el asesinato selectivo de la memoria histórica de dicho pueblo.
En Andalucía, tras la conquista española, los judíos fueron deportados del territorio, los musulmanes fueron perseguidos y obligados a convertirse al cristianismo, y cuando, en alguna ocasión, intentaron levantarse en defensa de sus derechos históricos y culturales, primero fueron masacrados sin consuelo alguno, y posteriormente, al igual que los judíos antes, expulsados de su propia tierra. Si alguno incumplía lo mandado por los reyes españoles, la inquisición se encargaba de hacérselo pagar con todo tipo de torturas y sufrimientos hasta la muerte. Además, todos aquellos libros y manuscritos escritos en árabe fueron quemados, un patrimonio de incalculable valor histórico. Filosofía, política, historia, cultura, medicina, gastronomía, nada se salvó de la quema. Salvo aquellos libros que pudieron ser rescatados antes de su huida por antiguos habitantes, pocos fueron los textos que lograron sobrevivir a la barbarie española. Ocho siglos de nuestra historia borrados de un plumazo con el más cruel de los métodos: el desprecio. Todo para que nada de lo que en ellos hubiera pudiera comprometer en un futuro la legitimidad de la conquista castellana sobre nuestra nación, ni poner en entre dicho la veracidad de la historia y los mitos escritos por los vencedores. Todo para que nadie pudiera comprender con todo lujo de detalles que lo que allí se había cometido era un genocidio de una magnitud que da espanto sólo de pensarlo. Y ahora los granadinos salen a celebrarlo, empujados desde las instituciones públicas de la ciudad, la autonomía y el estado. La sangre Andalusí, el sufrimiento de un pueblo obligado a renunciar a su propia tierra, las miserias de un pueblo obligado a olvidar su cultura y su lengua, las agonías de un pueblo desposeído de todo cuanto tenía y expulsado al basurero de la historia, es celebrado hoy como si de un gran acontecimiento histórico se tratase, para más inri celebrado por los propios descendientes, directos o indirectos, de esos mismos ciudadanos andalusís que fueron perseguidos y masacrados.
Pero lo que se celebra hoy en Granada es algo más que una aberración para la dignidad y la memoria histórica del pueblo andaluz, es, simplemente, un bochorno para todo hombre y mujer con consciencia humanista que se tercie, y es, a fin de cuentas, la celebración del asesinato selectivo de un pueblo que ha sido desposeído de su memoria y que vuelve a ser asesinado cada dos de enero.
Y digo que es un asesinato selectivo porque nada de esto ocurre por azar, sino que el estado español se ha encargado a lo largo de los siglos de seleccionar cuidadosamente cada una de las acciones políticas, culturales o militares que había de llevar a cabo para que los andaluces, como los alemanes de la Varsovia del año 2300 antes descrita, acabasen celebrando y vitoreando el holocausto andalusí, la invasión de la ciudad y todos los demás acontecimientos sangrientos que se dieron a partir de 1492 en adelante.
No hay más historia que la escrita por los vencedores y no hay más verdad que la que ellos han querido contarnos. La inquisición española nos dejó a los andaluces sin lengua y sin memoria, silenció nuestras almas revolucionarias y acabó con nuestros deseos soberanistas. Pero nada de esto puede ser tan grave como el hecho de habernos convertido además en cómplices satisfechos de todos aquellos sucesos. Hoy, a diferencia del resto de los 364 días del año, me siento orgulloso de cualquier cosa menos de ser andaluz. Para auto-humillaciones históricas, conmigo que no cuenten.
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